LA AMBIVALENCIA DEL ALMA
Hay una lucha que no se ve, pero que sentimos cada día. Es silenciosa, pero ruidosa en el corazón. Es la batalla entre el deseo humano y la voluntad divina. La ambivalencia no siempre es confusión; muchas veces es la manifestación de un alma dividida: una parte anhelando el cielo, otra buscando saciarse en la tierra.
Queremos amar bien, pero a veces volvemos a quien nos hiere. Queremos vivir en santidad, pero hay deseos en nosotros que rugen como tormentas. Queremos obedecer, pero la carne se resiste, se rebela, se justifica. Y no es que no amemos a Dios… es que también amamos otras cosas. Ahí es donde duele.
Porque el ser humano es profundamente apasionado. Llevamos fuego dentro. Anhelamos intensidad, plenitud, satisfacción. Pero muchas veces confundimos lo eterno con lo inmediato, lo profundo con lo efímero. Y en ese cruce de caminos, terminamos frustrados. Sabemos lo que queremos, pero no cómo obtenerlo. Sabemos lo que debemos hacer, pero no siempre tenemos la fuerza para lograrlo.
El apóstol Pablo lo dijo con dolor y verdad: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.” (Romanos 7:19). No es debilidad, es humanidad. Pero no estamos solos en esa guerra.
Dios no espera perfección, espera entrega. Él no nos ama por nuestras victorias, sino porque somos suyos. Y en medio de nuestra lucha interna, su gracia nos encuentra. Nos restaura. Nos vuelve a levantar. Porque donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia. Y donde abunda la ambivalencia, sobreabunda su fidelidad.
La pasión que arde en tu interior fue hecha para Él. Lo que hoy parece una lucha sin fin, puede ser el proceso que Dios use para formar en ti algo más profundo: dependencia, carácter, humildad… y una pasión redimida.
No estás roto. Estás en guerra. Y en Cristo, ya tienes la victoria, aunque aún estés aprendiendo a caminar en ella.
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